"No creía haber aprendido mucho en la Escuela de Periodismo. O, si lo había aprendido, no sabía cómo utilizarlo. Supongo que le ocurre a la mayoría de los graduados de cualquier Universidad o escuela especial.
A mi problema se unía, además, el estar enamorado por primera vez en mi vida. Gloria era catalana, compañera del último curso de la Escuela, inteligente y bonita. Una muchacha extraordinaria, y mucho mejor preparada que yo para hacerle frente a la vida. Debería haberme casado con ella, pero a los veintidós años cuanto se desea es ser libre y huir de las responsabilidades.
Durante un tiempo acepté seguirla a Barcelona y giré en torno a ella y a su mundo catalán, sin lograr adaptarme por completo a él. Mucho se ha escrito —y se continuará escribiendo — sobre la aparente hostilidad del catalán hacia todo lo foráneo; pero no fue ése mi caso. Cataluña me aceptó desde un principio, y estoy convencido de que —de haber continuado allí— habría madurado más rápidamente, pues, a mi modo de ver, el ambiente literario e intelectual de Cataluña tiene mucha más enjundia y personalidad que el del resto del país.
Sin embargo, en aquel tiempo no estaba en mi ánimo entrar a formar parte de él. Mi juventud en el desierto y el comienzo de mi madurez en el mar, habían encauzado mi carácter hacia otros derroteros, y había nombres que resonaban en mi mente: Machu— Picchu, Amazonas, Galápagos, Caribe, Chad, Nigeria, Sudáfrica, atrayéndome con la fuerza de lo fascinante, con la sonoridad de lo exótico.
De un modo u otro yo sabía que el mundo estaba allí, y había que verlo. No me parecía justo —ni para mí ni para quien lo había creado— que pasara treinta, cincuenta o setenta años de mi vida en este mundo sin conocerlo más que en una milésima parte, sin admirarlo en toda su variedad y toda su grandeza.
Hubiera sido como cruzar por la vida sin haber comido más que patatas, haber distinguido más que un solo color, conocido a una única mujer o haber percibido exclusivamente un perfume.
Presentía —aún ignoro por qué— que mi ruta de nómada ya estaba marcada, y desde el día en que murió mi madre y me enviaron al desierto a compartir mi destino con los saharauis, comenzó a brillar mi estrella errante. Aún hoy, tantos años después, escribo en la habitación de un hotel, y todo cuanto tengo —incluidas mujer e hija— caben en un coche en el que vamos de un lado a otro sin detenernos demasiado tiempo en parte alguna.
El día que elegí ser periodista no fue para encerrarme en la redacción de un diario.
El día que elegí ser periodista lo hice con la convicción de que era el camino que habría de llevarme a los lugares que yo deseaba conocer y que alguien había puesto allí para que algún día los conociera yo.
Luego, mucho más tarde, regresaría a contar lo que había visto, e incluso, si la suerte me acompañaba, tal vez sería capaz de describirlo de tal modo que interesara a aquellos que no tuvieran la oportunidad de ir.
¡Escribir! Escribir de lugares, de gentes, de historias y costumbres tan distantes y tan nuevas que hicieran soñar en su butaca a quien no había tenido ocasión de alejarse más que unos cuantos kilómetros del punto en que nació.
Era joven y estaba solo. Mi padre había vuelto a casarse al cabo de los años, y vivía en paz en Tenerife. Mi hermano había emigrado a América, y no me ataba por tanto ninguna responsabilidad para con nadie. Tenía una vida y quería vivirla a mi manera, sin preocuparme ni el futuro ni el presente. Era libre, ¡auténticamente libre!, y hubiera sido un crimen anclarme a un trabajo; a una persona, incluso a un "futuro"...
Ya en la Escuela de Periodismo había podido advertir cómo otros compañeros preparaban desde muy temprano ese "futuro", anhelando acomodarse de algún modo para el momento en que acabaran la carrera. Buscaban un periódico, una revista, un "sueldo" que significase la seguridad de comer cada día, pero que significaba, también a mi juicio, el fin de toda libertad aun antes de haberla vislumbrado.
¿Qué recuerdos podrían quedar años más tarde —cuando ya la vida tan sólo se compone de
recuerdos— de ese sueldo, esa seguridad, esos puestos que habían logrado ir escalando...?
Quizá la idea de "Hacerse un Porvenir" sea la que haya castrado más gente en este mundo, pues hacerse un porvenir significa hipotecar el presente, y resulta siempre que ese porvenir no llega nunca, y en pos de esa quimera se han desperdiciado la juventud y la vida.
El porvenir tan sólo llega el último día de nuestra vida, en el último minuto, y lo queramos
o no, detrás del porvenir no hay nada.
¿Podía yo dejar de ver el mundo por nada?"
Alberto Vázquez-Figueroa. Anaconda.
jueves, febrero 24, 2011
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