sábado, mayo 28, 2011

El métemetres

Cuando llegué hoy a casa, el paquete me estaba esperando en la mesa del comedor.

“Esto va a ser el mp3 de mi padre…”, pensé. Y, a base de certeros tajos con mis llaves, procedí a despedazar la caja (a mí me gusta abrir los regalos así, qué pasa…).

Mi padre me había pedido el favor hace unas semanas. “Mira a ver si me puedes conseguir este reproductor, ahora que estás en Alabama, que aquí no lo venden”. Y aquí estaba, en una caja de cartón del tamaño de un televisor de los de antes. Claro, es mi padre. A un hombre que lleva a Mjölner colgado del cuello no le puedes regalar un ipod. No, él me había pedido uno cuya marca es más conocida por sus taladradoras. “Es que ese modelo me durará más…”. Claro, Pater, yo te lo pido desde aquí.

La verdad es que el artefacto tiene un aspecto robusto. Un cilindro recubierto de goma, con los botones en uno de los extremos y un clip para el cinturón en el lateral. Todo de color gris metálico, con bandas amarillas fluorescentes. Parece la palanca de mando de un Eurofighter.

Con la excusa de que, si lo mantengo en la caja, en la aduana me crujirán, decido probarlo. Pongo a cargar la batería y enciendo el portátil, meditando con qué música voy a estrenar el taladro. Rebusco de nuevo en la caja, en pos del cable usb, y hallo una sorpresa inesperada: ¡El “pack” incluye una de esas cintas de goma para llevar el reproductor en el brazo, mientras corres! Por supuesto, la cinta es enorme, pero parece cómoda y tiene un elegante color negro. Ahora que lo pienso, quizá el conjunto hubiera quedado más apropiado si, en vez de la cinta, el mp3 fuera sujeto en una greba de cuero y pudieras hacer footing como Aragorn, Legolas y Gimli cuando se cruzaban Rohan a pata, persiguiendo orcos. Uhm… ¿qué música escucharían? Yo corro más o menos como Gimli, el enano, y seguro que él llevaría metal en el reproductor. Rhapsody, Manowar, cosas épicas así, no?… O Korpiklaani, jeje eso seguro…Poco a poco, voy llenando los dos gigas de dragones, hachas, fuego y espadas y me voy a por el pulsómetro. Hoy voy a correr como un profesional, con música y todo.Me quito la camiseta, me pongo la enorme cinta del métemetres en el brazo, la cinta pectoral del pulsómetro, el pulsómetro, las gafas y me miro al espejo, metiendo tripa.

Parezco Lady Gaga.

Da igual, porque ya he pulsado el play del reproductor indestructible y Volbeat me insta a correr como un demonio. De modo que salgo escopetado por la puerta del patio, espantando ardillas (lo de las ardillas da pa otra historia, infernales seres…), y en cuatro zancadas ya me hago dueño y señor de Sherwood drive, mi calle.

Estoy corriendo como nunca, esto de la música es genial, acelero, salto, vuelo! …espera macho, que si sigues así, no llegas ni al primer cruce! Así está mejor… Paulatinamente, el pulsómetro deja de quejarse con pitidos taquicárdicos y con su silencio me indica que he encontrado un ritmo más saludable.

Tomp, tomp, tomp… mis zapatillas golpean el asfalto con determinación. Tengo que cruzar esta zona residencial para llegar al parque y poder correr sobre algo de tierra. Me voy cruzando con vecinos, a los que saludo al modo local: Sonrisa para las damas, rostro grave y leve inclinación de cabeza para los caballeros, como si en vez de Heard Avenue esto fuera un pasillo del Pentágono.

Giro a la izquierda en el siguiente cruce, dejando a la derecha la cabaña de los Boy Scouts de Auburn. Tiernos infantes uniformados, en pleno ejercicio de tiro con arco, me observan al pasar, abriendo la boca involuntariamente (“she’s Lady Gaga!”-supongo que piensan). Sus mentores, probablemente los padres más populares de la Village School, bajan los arcos y siguen la mirada de sus hijos y subordinados. En seguida, su rostro se torna grave. Adelantándome a ellos, me permito un nivel más de camaradería, llevándome dos dedos a un sombrero imaginario. Mi gesto es celebrado con relajación en sus caras, seguido de imitación colectiva. Padres e hijos me saludan como en el final de una película de vaqueros. O una de ésas de béisbol… “¡Gracias, entrenador, no olvidaré sus enseñanzas!” “Hasta la vista, Brandon” y el coach, esbozando media sonrisa, sube despacio dos dedos a su gorra de los Mets y, justo antes de tocarla, baja de nuevo el brazo como un rayo. Fundido en negro.

El sol se comienza a esconder cuando llego al parque. En el lago, dos ánades reales persiguen a un pobre cocker americano al que su dueño no deja volver a la orilla sin su palo. Yo también estaría asustado –pienso- ¡esos patos son enormes! Cruzo el puente de madera, haciendo resonar las tablas. El perro ha conseguido desembarcar, eludiendo a su amo, en una maniobra de distracción digna de Eisenhower. Pero los terribles patos aún le pisan los talones, no le auguro un buen final... Del otro extremo del lago, más calmado, surgen ya pequeñas telarañas de neblina. Pronto, manadas enloquecidas de mosquitos pugnan por acabar entre mis dientes, pero no cejo en mi empeño y, masticando dípteros, consigo acabar la vuelta al recinto, enfilando ahora hacia el bosquecillo.

Los ladridos del cocker, las voces del dueño, los rugidos de los patos de mordor y el croar de mil ranas se van apagando en la distancia, conforme me interno en la espesura. En realidad yo hace rato que no oigo nada, porque en el mp3 ha salido un tema de Amon Amarth y me están retumbando hasta las vértebras. Palpo los botones, tratando de pasar la estridente canción, pero no lo consigo y he de detenerme.

Me giro hacia mi brazo y logro pulsar el botón aleatorio. El vozarrón del vikingo ése enmudece de golpe y es sustituido por el silencio del bosque. Levanto la vista y, frente a mí, la vereda se adentra en las tinieblas, flanqueada por densa maleza. Sólo se oye mi respiración, que produce un vapor fantasmagórico, recordándome que debo marchar ya, si no quiero perderme en la oscuridad.

Comienzo a trotar de nuevo, despacio, levantando virutas de niebla con mis pasos. Y, entonces, sucede:

En mis oídos, una melodía familiar surge de las cuerdas de un arpa nórdica.

Mi pulso se acelera,

mis pasos se alargan,

mis brazos se abren, manos abiertas, rozando las hojas de los árboles…

Ahí viene… corro más y más rápido mientras mis puños se cierran, anteponiéndose al golpe de batería que inicia… POM, POM, POM,POM…

¡El Himno de Lavern!

Las melodías de las gaitas serpentean entrecruzándose, subiendo hacia lo alto, apoyándose en la percusión. Yo corro, riendo a carcajadas, cantando la música sin letra. Y, de pronto, todos estáis allí, corriendo conmigo, enfrentándonos a un enemigo invisible. Isaac, el primero, con la maza de Lavern, aullando por Odín. Clavito corta la niebla con un mandoble que le saca un palmo, con la vista puesta en unos irlandeses de fiero aspecto que vienen a nuestro encuentro. Pater enarbola su hacha vikinga, que ya estaba deseando usar, Berni a mi lado, con un piolet en cada mano y la cara pintada como William Wallace, el Sergi… jsjsj perdona germà, pero no sé por qué, nos imagino levantando sendos sillones, como en aquella fiesta…

Estamos todos, corriendo, saltando, bramando, esquivando flechas... ¡Nos atacan con flechas incendiarias! La música hace que parezca tan real, casi veo las llamas, siseando a mi alrededor…

Coño, que las estoy viendo. Veo luces a mi alrededor… ¡Que hay luces! A ver si me está dando algo… joer, que me duele el brazo izquierdo! ¿eso no era mal síntoma? ¡Un infarto! ¡Mi brazo!¡Un médico!

Ah! No, que es la cinta del reproductor, que me aprieta…

Entonces, ¿las luces?

Las luces…

Al parecer, cada año, por estas fechas, comienza la estación de reproducción de las luciérnagas. Los machos de Photinus pyralis vuelan emitiendo pulsos de luz, dibujando figuras en el aire (dicen que dibujan un cazo y por eso las llaman Big Dipper fireflies. Nuestra Osa Mayor, para los americanos es “El gran Cazo”). Las hembras responden desde el suelo, o desde los árboles, en código, llamando a sus esperados pilotos. Otras especies de luciérnagas, a veces, descubren el código y lo imitan, atrayendo a incautos machos de Photinus que, en vez de encontrar su pareja, se convierten en cena.

De modo que, en el fondo, sí que estábamos en una batalla…

Mañana, en vez de tanta cinta y cacharro, me llevo la cámara. ¡A ver si consigo unas fotos de la lluvia de estrellas!

jueves, febrero 24, 2011

Maestros (III)

"No creía haber aprendido mucho en la Escuela de Periodismo. O, si lo había aprendido, no sabía cómo utilizarlo. Supongo que le ocurre a la mayoría de los graduados de cualquier Universidad o escuela especial.

A mi problema se unía, además, el estar enamorado por primera vez en mi vida. Gloria era catalana, compañera del último curso de la Escuela, inteligente y bonita. Una muchacha extraordinaria, y mucho mejor preparada que yo para hacerle frente a la vida. Debería haberme casado con ella, pero a los veintidós años cuanto se desea es ser libre y huir de las responsabilidades.

Durante un tiempo acepté seguirla a Barcelona y giré en torno a ella y a su mundo catalán, sin lograr adaptarme por completo a él. Mucho se ha escrito —y se continuará escribiendo — sobre la aparente hostilidad del catalán hacia todo lo foráneo; pero no fue ése mi caso. Cataluña me aceptó desde un principio, y estoy convencido de que —de haber continuado allí— habría madurado más rápidamente, pues, a mi modo de ver, el ambiente literario e intelectual de Cataluña tiene mucha más enjundia y personalidad que el del resto del país.

Sin embargo, en aquel tiempo no estaba en mi ánimo entrar a formar parte de él. Mi juventud en el desierto y el comienzo de mi madurez en el mar, habían encauzado mi carácter hacia otros derroteros, y había nombres que resonaban en mi mente: Machu— Picchu, Amazonas, Galápagos, Caribe, Chad, Nigeria, Sudáfrica, atrayéndome con la fuerza de lo fascinante, con la sonoridad de lo exótico.

De un modo u otro yo sabía que el mundo estaba allí, y había que verlo. No me parecía justo —ni para mí ni para quien lo había creado— que pasara treinta, cincuenta o setenta años de mi vida en este mundo sin conocerlo más que en una milésima parte, sin admirarlo en toda su variedad y toda su grandeza.

Hubiera sido como cruzar por la vida sin haber comido más que patatas, haber distinguido más que un solo color, conocido a una única mujer o haber percibido exclusivamente un perfume.

Presentía —aún ignoro por qué— que mi ruta de nómada ya estaba marcada, y desde el día en que murió mi madre y me enviaron al desierto a compartir mi destino con los saharauis, comenzó a brillar mi estrella errante. Aún hoy, tantos años después, escribo en la habitación de un hotel, y todo cuanto tengo —incluidas mujer e hija— caben en un coche en el que vamos de un lado a otro sin detenernos demasiado tiempo en parte alguna.

El día que elegí ser periodista no fue para encerrarme en la redacción de un diario.

El día que elegí ser periodista lo hice con la convicción de que era el camino que habría de llevarme a los lugares que yo deseaba conocer y que alguien había puesto allí para que algún día los conociera yo.

Luego, mucho más tarde, regresaría a contar lo que había visto, e incluso, si la suerte me acompañaba, tal vez sería capaz de describirlo de tal modo que interesara a aquellos que no tuvieran la oportunidad de ir.

¡Escribir! Escribir de lugares, de gentes, de historias y costumbres tan distantes y tan nuevas que hicieran soñar en su butaca a quien no había tenido ocasión de alejarse más que unos cuantos kilómetros del punto en que nació.

Era joven y estaba solo. Mi padre había vuelto a casarse al cabo de los años, y vivía en paz en Tenerife. Mi hermano había emigrado a América, y no me ataba por tanto ninguna responsabilidad para con nadie. Tenía una vida y quería vivirla a mi manera, sin preocuparme ni el futuro ni el presente. Era libre, ¡auténticamente libre!, y hubiera sido un crimen anclarme a un trabajo; a una persona, incluso a un "futuro"...

Ya en la Escuela de Periodismo había podido advertir cómo otros compañeros preparaban desde muy temprano ese "futuro", anhelando acomodarse de algún modo para el momento en que acabaran la carrera. Buscaban un periódico, una revista, un "sueldo" que significase la seguridad de comer cada día, pero que significaba, también a mi juicio, el fin de toda libertad aun antes de haberla vislumbrado.
¿Qué recuerdos podrían quedar años más tarde —cuando ya la vida tan sólo se compone de
recuerdos— de ese sueldo, esa seguridad, esos puestos que habían logrado ir escalando...?

Quizá la idea de "Hacerse un Porvenir" sea la que haya castrado más gente en este mundo, pues hacerse un porvenir significa hipotecar el presente, y resulta siempre que ese porvenir no llega nunca, y en pos de esa quimera se han desperdiciado la juventud y la vida.
El porvenir tan sólo llega el último día de nuestra vida, en el último minuto, y lo queramos
o no, detrás del porvenir no hay nada.

¿Podía yo dejar de ver el mundo por nada?"

Alberto Vázquez-Figueroa. Anaconda.

Maestros (II)

(En video y subtitulado en español, para vaguetes: http://www.youtube.com/watch?v=6zlHAiddNUY)



"Thank you. I’m honored to be with you today for your commencement from one of the finest universities in the world. Truth be told, I never graduated from college and this is the closest I’ve ever gotten to a college graduation.

Today I want to tell you three stories from my life. That’s it. No big deal. Just three stories. The first story is about connecting the dots.

I dropped out of Reed College after the first six months but then stayed around as a drop-in for another eighteen months or so before I really quit. So why did I drop out? It started before I was born. My biological mother was a young, unwed graduate student, and she decided to put me up for adoption. She felt very strongly that I should be adopted by college graduates, so everything was all set for me to be adopted at birth by a lawyer and his wife, except that when I popped out, they decided at the last minute that they really wanted a girl. So my parents, who were on a waiting list, got a call in the middle of the night asking, “We’ve got an unexpected baby boy. Do you want him?” They said, “Of course.” My biological mother found out later that my mother had never graduated from college and that my father had never graduated from high school. She refused to sign the final adoption papers. She only relented a few months later when my parents promised that I would go to college.

This was the start in my life. And seventeen years later, I did go to college, but I naïvely chose a college that was almost as expensive as Stanford, and all of my working-class parents’ savings were being spent on my college tuition. After six months, I couldn’t see the value in it. I had no idea what I wanted to do with my life, and no idea of how college was going to help me figure it out, and here I was, spending all the money my parents had saved their entire life. So I decided to drop out and trust that it would all work out OK. It was pretty scary at the time, but looking back, it was one of the best decisions I ever made. The minute I dropped out, I could stop taking the required classes that didn’t interest me and begin dropping in on the ones that looked far more interesting.

It wasn’t all romantic. I didn’t have a dorm room, so I slept on the floor in friends’ rooms. I returned Coke bottles for the five-cent deposits to buy food with, and I would walk the seven miles across town every Sunday night to get one good meal a week at the Hare Krishna temple. I loved it. And much of what I stumbled into by following my curiosity and intuition turned out to be priceless later on. Let me give you one example.

Reed College at that time offered perhaps the best calligraphy instruction in the country. Throughout the campus every poster, every label on every drawer was beautifully hand-calligraphed. Because I had dropped out and didn’t have to take the normal classes, I decided to take a calligraphy class to learn how to do this. I learned about serif and sans-serif typefaces, about varying the amount of space between different letter combinations, about what makes great typography great. It was beautiful, historical, artistically subtle in a way that science can’t capture, and I found it fascinating.

None of this had even a hope of any practical application in my life. But ten years later when we were designing the first Macintosh computer, it all came back to me, and we designed it all into the Mac. It was the first computer with beautiful typography. If I had never dropped in on that single course in college, the Mac would have never had multiple typefaces or proportionally spaced fonts, and since Windows just copied the Mac, it’s likely that no personal computer would have them.

If I had never dropped out, I would have never dropped in on that calligraphy class and personals computers might not have the wonderful typography that they do.

Of course it was impossible to connect the dots looking forward when I was in college, but it was very, very clear looking backwards 10 years later. Again, you can’t connect the dots looking forward. You can only connect them looking backwards, so you have to trust that the dots will somehow connect in your future. You have to trust in something—your gut, destiny, life, karma, whatever—because believing that the dots will connect down the road will give you the confidence to follow your heart, even when it leads you off the well-worn path, and that will make all the difference.

My second story is about love and loss. I was lucky. I found what I loved to do early in life. Woz and I started Apple in my parents’ garage when I was twenty. We worked hard and in ten years, Apple had grown from just the two of us in a garage into a $2 billion company with over 4,000 employees. We’d just released our finest creation, the Macintosh, a year earlier, and I’d just turned thirty, and then I got fired. How can you get fired from a company you started? Well, as Apple grew, we hired someone who I thought was very talented to run the company with me, and for the first year or so, things went well. But then our visions of the future began to diverge, and eventually we had a falling out. When we did, our board of directors sided with him, and so at thirty, I was out, and very publicly out. What had been the focus of my entire adult life was gone, and it was devastating. I really didn’t know what to do for a few months. I felt that I had let the previous generation of entrepreneurs down, that I had dropped the baton as it was being passed to me. I met with David Packard and Bob Noyce and tried to apologize for screwing up so badly. I was a very public failure and I even thought about running away from the Valley. But something slowly began to dawn on me. I still loved what I did. The turn of events at Apple had not changed that one bit. I’d been rejected but I was still in love. And so I decided to start over.

I didn’t see it then, but it turned out that getting fired from Apple was the best thing that could have ever happened to me. The heaviness of being successful was replaced by the lightness of being a beginner again, less sure about everything. It freed me to enter one of the most creative periods in my life. During the next five years I started a company named NeXT, another company named Pixar and fell in love with an amazing woman who would become my wife. Pixar went on to create the world’s first computer-animated feature film, “Toy Story,” and is now the most successful animation studio in the world.

In a remarkable turn of events, Apple bought NeXT and I returned to Apple and the technology we developed at NeXT is at the heart of Apple’s current renaissance, and Lorene and I have a wonderful family together.

I’m pretty sure none of this would have happened if I hadn’t been fired from Apple. It was awful-tasting medicine but I guess the patient needed it. Sometimes life’s going to hit you in the head with a brick. Don’t lose faith. I’m convinced that the only thing that kept me going was that I loved what I did. You’ve got to find what you love, and that is as true for work as it is for your lovers. Your work is going to fill a large part of your life, and the only way to be truly satisfied is to do what you believe is great work, and the only way to do great work is to love what you do. If you haven’t found it yet, keep looking, and don’t settle. As with all matters of the heart, you’ll know when you find it, and like any great relationship it just gets better and better as the years roll on. So keep looking. Don’t settle.

My third story is about death. When I was 17 I read a quote that went something like “If you live each day as if it was your last, someday you’ll most certainly be right.” It made an impression on me, and since then, for the past 33 years, I have looked in the mirror every morning and asked myself, “If today were the last day of my life, would I want to do what I am about to do today?” And whenever the answer has been “no” for too many days in a row, I know I need to change something. Remembering that I’ll be dead soon is the most important thing I’ve ever encountered to help me make the big choices in life, because almost everything—all external expectations, all pride, all fear of embarrassment or failure—these things just fall away in the face of death, leaving only what is truly important. Remembering that you are going to die is the best way I know to avoid the trap of thinking you have something to lose. You are already naked. There is no reason not to follow your heart.

About a year ago, I was diagnosed with cancer. I had a scan at 7:30 in the morning and it clearly showed a tumor on my pancreas. I didn’t even know what a pancreas was. The doctors told me this was almost certainly a type of cancer that is incurable, and that I should expect to live no longer than three to six months. My doctor advised me to go home and get my affairs in order, which is doctors’ code for “prepare to die.” It means to try and tell your kids everything you thought you’d have the next ten years to tell them, in just a few months. It means to make sure that everything is buttoned up so that it will be as easy as possible for your family. It means to say your goodbyes.

I lived with that diagnosis all day. Later that evening I had a biopsy where they stuck an endoscope down my throat, through my stomach into my intestines, put a needle into my pancreas and got a few cells from the tumor. I was sedated but my wife, who was there, told me that when they viewed the cells under a microscope, the doctor started crying, because it turned out to be a very rare form of pancreatic cancer that is curable with surgery. I had the surgery and, thankfully, I am fine now.

This was the closest I’ve been to facing death, and I hope it’s the closest I get for a few more decades. Having lived through it, I can now say this to you with a bit more certainty than when death was a useful but purely intellectual concept. No one wants to die, even people who want to go to Heaven don’t want to die to get there, and yet, death is the destination we all share. No one has ever escaped it. And that is as it should be, because death is very likely the single best invention of life. It’s life’s change agent; it clears out the old to make way for the new. right now, the new is you. But someday, not too long from now, you will gradually become the old and be cleared away. Sorry to be so dramatic, but it’s quite true. Your time is limited, so don’t waste it living someone else’s life. Don’t be trapped by dogma, which is living with the results of other people’s thinking. Don’t let the noise of others’ opinions drown out your own inner voice, heart and intuition. They somehow already know what you truly want to become. Everything else is secondary.

When I was young, there was an amazing publication called The Whole Earth Catalogue, which was one of the bibles of my generation. It was created by a fellow named Stuart Brand not far from here in Menlo Park, and he brought it to life with his poetic touch. This was in the late Sixties, before personal computers and desktop publishing, so it was all made with typewriters, scissors, and Polaroid cameras. it was sort of like Google in paperback form thirty-five years before Google came along. I was idealistic, overflowing with neat tools and great notions. Stuart and his team put out several issues of the The Whole Earth Catalogue, and then when it had run its course, they put out a final issue. It was the mid-Seventies and I was your age. On the back cover of their final issue was a photograph of an early morning country road, the kind you might find yourself hitchhiking on if you were so adventurous. Beneath were the words, “Stay hungry, stay foolish.” It was their farewell message as they signed off. “Stay hungry, stay foolish.” And I have always wished that for myself, and now, as you graduate to begin anew, I wish that for you. Stay hungry, stay foolish.

Thank you all, very much."



Steve Jobs

Commencement Speech for Stanford University (2005)

Maestros (I)

"Mi padre era un hombre muy rígido, que me exigía brillantes resultados en los exámenes. Pero a mí no me gustaba estudiar. Dedicaba, entonces, los dos primeros trimestres del curso a salir al campo y hablar de halcones con Tono Valverde, para estudiar día y noche durante el tercero. Luego, sistemáticamente, pedía examen oral, pues en ese terreno me desenvolvía especialmente bien. Mi mayor éxito fue en el examen de microbiología, que era uno de los huesos por entonces. […] El profesor, algo perplejo, porque nunca me había visto antes en clase, me preguntó sobre la brucelosis o fiebres de Malta, y entonces, volviéndome hacia mis compañeros presentes en el aula, comencé: ‘Corría el año 1798 cuando el leopardo inglés decidió engalanar su ya preciada y deslumbrante diadema con una nueva esmeralda: la isla de Malta’. Continué en ese tono durante cerca de veinte minutos y al final mis compañeros estudiantes me brindaron una atronadora ovación. El catedrático, que tenía fama de suspender a los que no asistían a clase regularmente, me dio sobresaliente."



Félix Rodríguez de la Fuente (1928-1980)

lunes, junio 08, 2009

Collejas vitales

En ocasiones, el aciago Destino nos muestra su faz más adversa, hendiendo con ardiente filo la piel que más tarde quedará marcada con la cicatriz de la experiencia. Así es la Vida, dura y cruel, maestra inmisericorde que dicta sus lecciones con látigo severo.

Hoy, a petición personal de mi intransigente editora, que es como los dioses del antiguo testamento –todo normas, ninguna piedad- y a petición popular de algunos insensatos que dicen desear conocerme mejor, os voy a describir una de esas fatales ocasiones de las que hablaba ahí arriba.

Una atroz experiencia que sufrí no ha mucho tiempo y que contribuyó enormemente a acentuar el ya de por sí desvergonzado carácter que me estigma, inicua lacra que muchos habéis de sufrir día a día.

************

Eran ya cerca de las ocho de la tarde y Sergi seguía sin aparecer. Habíamos quedado para ir a hacer el cabra al rocódromo de la Fuixarda, con una parada logística previa en el Frankfurt de Plaza España. Allí me hallaba yo, cerca de la puerta, mostrando la clásica postura de soporte de barra: Codo izquierdo sobre el frío metal, jarra de voll-damm en la mano derecha, voluptuoso abdomen relajado, mirada hacia el infinito… Un ejemplo de gallardía y prestancia.

Tiempo después, el observado infinito comenzaba a ponerse borroso, pero como el hermanito aún no daba señales de vida, decidí contribuir a la medrante borrosidad y al voluptuoso abdomen solicitando otra jarra de fresca bebida isotónica. Con agilidad felina, levanté la jarra vacía en dirección al camarero, tratando de obtener sus servicios. Pero, en ese preciso instante, una sombra fugaz, certera y experimentada, robó impunemente la atención del tabernero, dejándome a mí sin zumo de cebada.

Giré la cabeza, buscando al culpable de tan execrable acto, y allí estaban ellas: Pequeñas, sibilinas, decrépitas… Dos venerables ancianas, de ojillos vivarachos y movimientos nerviosos, que actuaban como si aquel lugar les perteneciera. El camarero, solícito, las agasajaba con obsequiosos cumplidos, que ellas agradecían con sonrisas de algasiv, entre sorbo y sorbo de cañita.

La más cercana a mi taburete, aparentemente la líder del dúo, dirigió hacia mí sus ojos sagaces y me apuntó con un dedo huesudo.

- ¿Quién eres tú, hijo? No te he visto antes por aquí… - inquirió con autoridad de espalda plateada.

- Pues… Me llamo Fernando, señora - respondí tímidamente.

- Oooih… Buenas tardes, hijo. Yo me llamo Eugenia y tengo 87 años. Llevo viniendo a este bar cada domingo desde que murió mi marido, que en paz descanse, hace 12 años.

- Aaa… Admirable.

- Y esta es mi amiga Dolores – dijo con un ademán hacia su secuaz.

- Ee-encantado, señora – respondí inclinando levemente la cabeza.

Quizá debido a los vapores cerveciles, o quizá al shock posterior, no recuerdo los derroteros que siguió nuestra conversación durante los posteriores minutos. Sin embargo, la parte que me dispongo a relatar ahora quedó grabada a fuego en la epidermis de mi memoria.

- ¿Y tienes novia, hijo? – preguntó alegremente, con la potestad que le otorgaban sus patas de gallo.

- Pueees, no señora.

- ¡Ay hijo! ¡Hoy en día es tan difícil encontrar una buena mujer! – lamentaba la pobre, empática con mi triste situación.

- Sí, uff… vaya –concedía yo.

- Pero bueno, tú eres muy joven, tienes mucho tiempo para encontrar a tu mujer ideal… - dijo casualmente.

La muy ladina. Se aprovechaba de mi tierna bisoñez. Me manipulaba con sus pérfidas artes, jugando conmigo, retrasando deliberadamente la hora de mi fatal caída. Fuera, nubes negras se arremolinaban sobre Montjuic, como un oscuro presagio de la desgracia que había de acaecer.

- Porque tú… ¿cuántos años tienes? – preguntó con una tierna sonrisa. Aahh! ¡Falsa bruja! ¡Circe traidora!

- Eeeh… 29, señora – respondí inocente, todo candor e ingenuidad.

Su tierna sonrisa aún me mantuvo unos instantes engañado, como hace la hipnótica serpiente antes de clavar los ponzoñosos colmillos sobre su presa. Yo la miraba incauto, a la espera del gesto Luisete es profe de niños pequeños correspondiente –inclinación de cabeza a 45 grados, acentuación de la ternura en la sonrisa, exclamación continua de vocal posterior semicerrada- Pero su gesto afable trocóse en ceño fruncido, labios apretados en fina línea y una lenta y agónica negación con la cabeza. La trampa se había cerrado. Mi juicio había terminado. Mi sentencia estaba dictada.

- Vaya, pues ya no eres tan joven.

Aquellas harpías ni tan siquiera esperaron una respuesta. Las baldosas del Frankfurt se agrietaron, cayendo al abismo que se abría bajo mi taburete, pero ya esas dos emisarias del Hades, hijas de una hiena, espoleaban sus infernales monturas, galopando de vuelta al Inframundo.

Cuando Sergi llegó, mi cuerpo seguía en la misma exánime postura y mis ojos vidriosos, yermos de vida, lo asustaron. Asió mis hombros, buscando mi mirada con preocupación:

- Germà! Estàs bé?

Mis ojos le observaron desde el abismo de la incomprensión. ¿Cómo iba a estar bien? ¡Una anciana de 87 años acababa de decirme a mí que ya no era joven! ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde había quedado mi mocedad? ¿Cuándo se había gestado aquel infame error del Universo? ¿Quién me ha robado el mes de abril?

No pude agrupar más que unas pocas palabras temblorosas:

- Tío… no tenemos tiempo pa tonterías.

Érase una vez un pequeño planeta

(En 10 líneas, times new roman 12)

Érase una vez un pequeño planeta que sólo tenía un árbol. Un único arbolito. Sin embargo él, orgulloso, recorría su órbita sin complejos, fiel a sus principios y a las leyes de Kepler.
Un día, un enorme planeta viejo de atmósfera enrarecida, al cruzarse con nuestro amigo durante un eclipse común, se burló de su arbolito, pero fue ignorado con elegante desdén.
Indignado, el viejo gigante tronó con un fuerte terremoto, arrojándole una roca con aviesas intenciones. Éste, mediante un ágil movimiento rotacional, esquivó el asteroide descarriado y lo atrapó con una lazada de su campo gravitatorio, consiguiendo así ¡su primer satélite!
El viejo planeta, rojo de lava, rotó encolerizado, tratando de ocultar su vergüenza con densas nubes de azufre. Más tarde, en la intimidad de su solsticio de verano, la envidia lo erosionó y, en su corteza, volcanes de ira ígnea bramaron rabia tectónica.

miércoles, abril 22, 2009

Regreso

¡Pardiez! ¡Ya tuve suficiente agua a bordo! – mascullo, mientras me arrebujo en mi capa. Diluvia en Barcelona y los truenos reverberan en las vidrieras de Santa María. Apresurado, dejo atrás sus viejas murallas, sonriendo al recordar la maltrecha rosa que escondo bajo la camisa. Mis botas de cuero chapotean fugaces sobre las calles empedradas y no tardo en llegar a su tahona. Junto al portón entreabierto, que ya deja escapar, embriagador, el aroma del pan recién hecho, titubeo. ¡Seis meses bregando contra el mar embravecido y tiemblo ahora al pensar en una mujer! Aprieto los dientes, empujo el portón y la veo junto al horno. Ella me mira. Y sonríe. Y todos mis miedos, temores y fatigas se evaporan al calor de esa sonrisa.

lunes, octubre 31, 2005

The Getaway!!

- Chomp... chomp... chomp... - masticaba lara.
- Chomp... chomp... chomp... - engullía yo.

La fluida conversación continuó de esta guisa hasta que llegamos al cruce con el desvío hacia Lurs, otro pintoresco lugar recomendado por nuestra casera. Por lo visto fue fundado por Carlomagno y se puso de moda como residencia de verano entre los obispos de Sisteron, los cuales se hicieron construir allí varias humildes chozas, sin duda en busca de austero retiro espiritual.
A pesar del patente atractivo de aquel pueblecito, se hacía bastante tarde y yo no quería perderme la oportunidad de escalar con gente de octavo grado, así que que propuse a Pilar un sacrificio:
- Chomp?
- Chomp, chomp... - aceptó ella.
De modo que tomamos la foto de rigor desde el vidículo, y seguimos hacia Ganagobie. De nuevo, turismo optimizado.


Tras miles de vueltas y revueltas, conseguimos coronar el monte donde reposa el famoso monasterio. Eran ya cerca de las dos cuando dejamos el coche en el polvoriento descampado que hacía las veces de aparcamiento, donde un nutrido rebaño de turistas daba cuenta del almuerzo entre sillas y mesas de playa.
Unas elaboradas señales nos indicaron el camino hacia el monasterio y, después de un cuarto de hora de paseo al calvotero sol, vimos aparecer entre los árboles el esperado edificio.
En ese momento, Lara se giró, enfrentándose a mí, y pude asomarme al abismo de la locura al ver sus ojos inyectados en sangre. Atropelladamente, casi sin inflexiones en su voz, fue desgranando mediante guturales sonidos la historia de aquel siniestro lugar:

"Ganagobie fue fundado en el siglo X por el Arzobispo de Sisteron, el cual lo donó a la Abadía de Cluny en el año 956. En el siglo XII, los Benedictinos construyeron la iglesia y los claustros románicos y, todavía en el siglo XIV, un pequeño grupo de unos 12 monjes vivían allí trabajando la tierra y el bosque aledaño. EL monasterio fue considerado importante hasta el siglo XV y los monjes de Lérins trajeron aquí sus reliquias, para protegerlas de los piratas costeros.

El Monasterio fue tomado por la fuerza en 1491 por la quinta Abadía de Cluny. Desde entonces, tuvo un camino empedrado y variados poseedores, sobre todo durante la Revolución Francesa. Finalmente, llegó a las manos de los monjes Benedictinos de Santa María Magdalena de Marsella hacia el final del siglo XIX.

Cuidadosamente restaurada, la portada principal del monasterio sigue siendo original, finamente tallada siguiendo el estilo románico-provenzal de la época. La iglesia acoge algunas importantes reliquias datadas del siglo XII, así como ciertos restos arqueológicos descubiertos en los alrededores, e incluso, la tapa de un sarcófago Carolingio."

El silencio volvió a imperar y, sin abandonar del todo la protección del tronco tras el cual me parapetaba, asomé lentamente la cabeza. Pilar correteaba de nuevo feliz, como si nada hubiera ocurrido. Cantarina y aparentemente inofensiva, me pidió que la fotografiara bajo los bellos relieves románicos de la portada.



Os los acerco un poquillo, que son muy famosos, valiosos y fotografiables:


La puerta estaba cerrada, de modo que vagamos ociosamente por los alrededores, curioseando el exterior del edificio. Las pocas personas que había por allí buscaban la sombra como las ovejas, el calor agobiaba y las chicharras contribuían a reforzar esa sensación, por lo que pronto nos cansamos de vagar y decidimos preguntarle a una mujer si conocía el horario de visitas del templo. A pesar de la aparente sencillez de nuestro propósito, nos llevó cerca de un cuarto de hora de intenso esfuerzo criptolingüístico comprender lo que la buena señora trataba de decirnos: que la apertura de las puertas era inminente.



Un cerrojo se descorrió con estrépito y, al poco, un hombrecillo embuchado en una oscura sotana asomó su cráneo brillante y pulido entre las hojas de la puerta.
- Puturrú de fuá, frikiguá frikiguá - espetó, invitándonos con un ademán a entrar en el templo.

La luz del mediodía se coló por la puerta abierta, iluminando la perpetua penumbra típica de estas construcciones románicas. Nos rodeó el embriagador aroma del incienso conforme cruzamos el umbral y, cuando dimos los primeros pasos entre los bancos, dispuestos a admirar turísticamente nuestro sacro entorno, el nervioso hombrecillo volvió a materializarse frente a nosotros, esbozando una enorme sonrisa.

- Tururú tururú, borriquito como vu.

Puede que no esté correctamente transcrito, pero lo que nos dio a entender el vivaracho y sonriente sacerdote fue que tomáramos asiento en uno de los bancos y asistiéramos a una corta celebración.

A la pequeña capilla, junto a nosotros, habían asistido tres o cuatro feligreses que tenían toda la pinta de ser clientes habituales. En seguida escogieron su lugar favorito y se dispusieron a disfrutar del espectáculo. Pilar y yo nos miramos, encogiéndonos de hombros, y nos sentamos al fondo, ligeramente preocupados por Aki y Yoshi, que nos esperaban ya para subir a roca.


El silencio se derramó por la nave, envolviéndonos, mientras una fila de monjes encapuchados iba invadiendo el altar. Tenues rayos de luz rasgaban la penumbra, iluminando apenas las oscuras túnicas que, formando un semicírculo, rodeaban la mesa central.

De pronto, una de las sombrías capuchas se irguió, cual Nazgûl olisqueante, y la sagrada estancia vibró con una voz profunda y monocorde, que erizó el vello de todos los presentes. Pronto, las demás figuras elevaron al cielo también sus sonoras plegarias, las cuales se enroscaron armoniosamente a la primera, creando un vibrante caudal acústico que embriagaba nuestros sentidos.

Cuando ya casi me había decidido a abrazar la religión de estos monjes, abandonando mi incipiente fe en el Monstruo Espaguetti Volador, la misa terminó, y los feligreses comenzaron a dirigirse hacia la luz de la entrada (jisjis).

Pilar y yo nos levantamos y, en plan cangrejo, fuimos saliendo de entre los bancos al pasillo central. Allí nos esperaba de nuevo nuestro amigo refulgente, bloqueando la salida. Sin compasión, sin remordimientos, se puso otra vez a decir cosas ininteligibles esbozando grandes sonrisas. Nosotros correspondíamos sus sonrisas, pero no entendíamos un pijo, hasta que el Túnica Negra hizo un gesto amplio con su mano izquierda y comprendimos que lo que trataba de ofrecernos era una visita guiada por su templo.

Fuimos siguiendo la ondulante tela oscura de la sotana por pasillos, claustros y naves laterales y, en un perfecto francés (digo yo), el Increíble Hombre Brillante nos iba explicando la rica historia de los tesoros que contenía aquel edificio. Se sentía especialmente orgulloso de unos mosaicos de San Jorge escabechando dragones, pero también nos gustaron mucho unos lienzos tenebristas que colgaban de las paredes.

Al terminar la visita, nos quedamos hablando junto al altar y en esas estábamos cuando apareció otro monje. Éste comenzó a saludarnos con efusividad, sonriendo expresivamente a Pilar y asintiendo a su pequeño y refulgente homólogo . La mirada apreciativa del nuevo monje nos extrañó, pero nuestro pasmo fue máximo cuando comprendimos que aquellos individuos estaban confundiendo a mi hermanita con la nueva asistenta de la comunidad monjil, cuya llegada se esperaba para ese mismo día!

A mí me parecía tela de gracioso, pero la risa nerviosa de Lara y la presión ejercida por sus dedos en mi brazo me indicaron que era hora de salir huyendo de aquel sitio, antes de que se decidieran a raptarla y me quedara yo sin mi propia asist.. digo copilota!

No nos resultó fácil esquivar las flechas envenenadas, la cuchilla pendulante y otras temibles trampas secretas, activadas por nuestra repentina huída. Los batientes del portón que daba al exterior se estaban terminando de cerrar, siguiendo las órdenes mágicas del monje mini-yo, y el aliento se nos cortaba ya cuando logramos cruzar la menguante salida con nuestras últimas y angustiosas zancadas. A pesar de nuestro agotamiento, no dejamos de correr hasta que llegamos al coche, sin dejar de oir en ningún momento el silbido de los crucifijos-shuriken lanzados por nuestros perseguidores (uhm... ahora que lo pienso, uno de estos artefactos debió ser el causante de la rotura del rodamiento que tantos problemas nos dio a la vuelta de nuestro periplo).



Finalmente, gracias a la pericia de Pilar lanzando latas de conserva, conseguimos dejar atrás a las aullantes hordas de huargos y pudimos volver sanos y salvos a nuestro amado camping, justo a tiempo para coger los trastos de escalar y subir a las rocas con nuestros orientales amigos.



miércoles, octubre 12, 2005

Forcalquiera que se lo cuentes...

El 7 de agosto, como ocurre normalmente cada día de mi vida, el hambre me despertó.
Lara todavía babeaba plácidamente la capucha de su saco, de modo que me incorporé sibilinamente y, moviéndome como los indios, me abrí paso fuera de la tienda.

Estiréme grotesca y sonoramente, tratando de recuperar los centímetros (de altura) que había perdido durante la noche en forma de escoliosis. Cuando hube terminado de reorganizar mi esqueleto, me dirigí a la entrada del camping, siguiendo un rastro olfativo inconfundible: pan.
De camino, saludé a Aki, nuestro vecino de tienda y quedamos en subir a las rocas a las 15:00 hora zulú.


Cuando entré en recepción, la jefa del camping parloteaba alegremente con Thor, así que me entretuve oliendo pan y estudiando los mapas que colgaban de las paredes. Poco después, el germano de poblados bigotes jaleaba a sus cabras camping arriba y Mademoiselle Camping (¿cómo se llamaba, lara?) salió del mostrador para acercarse también a los mapas.
- Nos gustaría explorar los alrededores hoy por la mañana... ¿qué nos recomendarías?
Tomé nota de un montón de nombres impronunciables (oh cielos, nunca encontraremos el camino de vuelta...) escogí un par de barras de pan y, besando caballerosamente su mano, le di las gracias y me dispuse a marcharme.

- Wait a moment! Please, first you should move your tent, is too close to your neighbours'!
- Aaaaagh! Otra vez tengo que montar la tienda???

Probablemente influidos por el hacinamiento del último camping, habíamos emplazado nuestra canadiense demasiado cerca del hogar de unos franceses, de modo que se seguiría cumpliendo la Ley de la Piqueta: Pincharás tu tienda una vez al día como mínimo y, como te pongas tonto, dos.


Comuniqué las buenas nuevas a Lara, y con la inestimable ayuda de Yoshii, no tardamos en mudarnos un par de metros más a la derecha. Como es algo tímido, usamos el método Jordi para la foto del recuerdo.


Ya estamos otra vez en el coche. Primera parada de la ruta turística mañanera: Forcalquier.
Cuando llegamos, el pueblecito rebosa animación, por la Foire à la Brocante que se celebra los domingos de julio y agosto. Me veo arrastrado a un largo periplo de mercados y puestecitos por mi entusiasmada hermana, que corretea feliz de un lado a otro en busca de tesoros.
Yo me entretengo haciendo fotos a las antigüedades. Algunas provocan que sonría para mis adentros.


Seguimos vagando sin rumbo por las concurridas calles. Yo sigo riéndome solo (ésta es para muy cafeteros) y Pilar me mira, hasta las narices de mi "humor propio". Juasjuas.


En cada plaza, en cualquier rincón, un nuevo mercadillo. Los vecinos forcalquieros exponen todo tipo de cacharros a la vista de los transeúntes. Incluso colocan mesas con comida y bebida entre los puestos, donde charlan animadamente a la espera de los clientes.


Debido a mis andares de turista despistado, por poco dejo pasar una perla de sabiduría que estaba escondida en una caja: "¡Donde las dan, las toman!" jejeje, más risas interiores. Éste fue el primer refrán en francés que me enseñaron Sarah y Alexia.


Aconsejados por otro guiri, decidimos subir a la Iglesia de Notre-Dame-de-Provence, en lo alto de la colina. Pero antes de abordar las escaleras, debemos vencer al fiero guardián perro-fraguel.


La subida es larga y fatigosa, penitencia merecida por nuestros pecados de gula. Aún así, se nos recompensa con bellas vistas a medida que nos elevamos sobre los tejados.


¡Aaaay, campaneeerooo! Un enorme carrillón de 16 campanas nos da la bienvenida cuando alcanzamos la cumbre. El hábil intérprete nos deleita (¡Mariño, dime algo que me deleite! Pues una vaca, Carmiña, una vaca...) tocando conocidas melodías.


Nuestra Señora Provenzal vive en una iglesia del siglo diecinueve, de planta octogonal, decorada con bonitas figuras talladas en piedra. Pero seguro que lo que más valora la señora son las privilegiadas vistas. En un pedestal, un mapa interpretativo nos indica nuestra posición en el paisaje, incluso muestra hacia dónde tendríamos que dirigirnos para volver a casa y la distancia que hay en linea recta. Mosquis, qué lejos estamos.


Grabamos unos cuantos videos de cachondeo y trotamos alegres en pos de una pastelería. Con tanta penitencia por gula nos ha entrado un hambre... Además, aunque no lo sabíamos aún, necesitaríamos acumular energías para la terrible prueba que se avecinaba: El monasterio de Ganagobie.
Pero eso os lo cuento luego, importantes compromisos sociales me obligan a irme ahora de cañas.