En ocasiones, el aciago Destino nos muestra su faz más adversa, hendiendo con ardiente filo la piel que más tarde quedará marcada con la cicatriz de la experiencia. Así es la Vida, dura y cruel, maestra inmisericorde que dicta sus lecciones con látigo severo.
Hoy, a petición personal de mi intransigente editora, que es como los dioses del antiguo testamento –todo normas, ninguna piedad- y a petición popular de algunos insensatos que dicen desear conocerme mejor, os voy a describir una de esas fatales ocasiones de las que hablaba ahí arriba.
Una atroz experiencia que sufrí no ha mucho tiempo y que contribuyó enormemente a acentuar el ya de por sí desvergonzado carácter que me estigma, inicua lacra que muchos habéis de sufrir día a día.
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Eran ya cerca de las ocho de la tarde y Sergi seguía sin aparecer. Habíamos quedado para ir a hacer el cabra al rocódromo de la Fuixarda, con una parada logística previa en el Frankfurt de Plaza España. Allí me hallaba yo, cerca de la puerta, mostrando la clásica postura de soporte de barra: Codo izquierdo sobre el frío metal, jarra de voll-damm en la mano derecha, voluptuoso abdomen relajado, mirada hacia el infinito… Un ejemplo de gallardía y prestancia.
Tiempo después, el observado infinito comenzaba a ponerse borroso, pero como el hermanito aún no daba señales de vida, decidí contribuir a la medrante borrosidad y al voluptuoso abdomen solicitando otra jarra de fresca bebida isotónica. Con agilidad felina, levanté la jarra vacía en dirección al camarero, tratando de obtener sus servicios. Pero, en ese preciso instante, una sombra fugaz, certera y experimentada, robó impunemente la atención del tabernero, dejándome a mí sin zumo de cebada.
Giré la cabeza, buscando al culpable de tan execrable acto, y allí estaban ellas: Pequeñas, sibilinas, decrépitas… Dos venerables ancianas, de ojillos vivarachos y movimientos nerviosos, que actuaban como si aquel lugar les perteneciera. El camarero, solícito, las agasajaba con obsequiosos cumplidos, que ellas agradecían con sonrisas de algasiv, entre sorbo y sorbo de cañita.
La más cercana a mi taburete, aparentemente la líder del dúo, dirigió hacia mí sus ojos sagaces y me apuntó con un dedo huesudo.
- ¿Quién eres tú, hijo? No te he visto antes por aquí… - inquirió con autoridad de espalda plateada.
- Pues… Me llamo Fernando, señora - respondí tímidamente.
- Oooih… Buenas tardes, hijo. Yo me llamo Eugenia y tengo 87 años. Llevo viniendo a este bar cada domingo desde que murió mi marido, que en paz descanse, hace 12 años.
- Aaa… Admirable.
- Y esta es mi amiga Dolores – dijo con un ademán hacia su secuaz.
- Ee-encantado, señora – respondí inclinando levemente la cabeza.
Quizá debido a los vapores cerveciles, o quizá al shock posterior, no recuerdo los derroteros que siguió nuestra conversación durante los posteriores minutos. Sin embargo, la parte que me dispongo a relatar ahora quedó grabada a fuego en la epidermis de mi memoria.
- ¿Y tienes novia, hijo? – preguntó alegremente, con la potestad que le otorgaban sus patas de gallo.
- Pueees, no señora.
- ¡Ay hijo! ¡Hoy en día es tan difícil encontrar una buena mujer! – lamentaba la pobre, empática con mi triste situación.
- Sí, uff… vaya –concedía yo.
- Pero bueno, tú eres muy joven, tienes mucho tiempo para encontrar a tu mujer ideal… - dijo casualmente.
La muy ladina. Se aprovechaba de mi tierna bisoñez. Me manipulaba con sus pérfidas artes, jugando conmigo, retrasando deliberadamente la hora de mi fatal caída. Fuera, nubes negras se arremolinaban sobre Montjuic, como un oscuro presagio de la desgracia que había de acaecer.
- Porque tú… ¿cuántos años tienes? – preguntó con una tierna sonrisa. Aahh! ¡Falsa bruja! ¡Circe traidora!
- Eeeh… 29, señora – respondí inocente, todo candor e ingenuidad.
Su tierna sonrisa aún me mantuvo unos instantes engañado, como hace la hipnótica serpiente antes de clavar los ponzoñosos colmillos sobre su presa. Yo la miraba incauto, a la espera del gesto Luisete es profe de niños pequeños correspondiente –inclinación de cabeza a 45 grados, acentuación de la ternura en la sonrisa, exclamación continua de vocal posterior semicerrada- Pero su gesto afable trocóse en ceño fruncido, labios apretados en fina línea y una lenta y agónica negación con la cabeza. La trampa se había cerrado. Mi juicio había terminado. Mi sentencia estaba dictada.
- Vaya, pues ya no eres tan joven.
Aquellas harpías ni tan siquiera esperaron una respuesta. Las baldosas del Frankfurt se agrietaron, cayendo al abismo que se abría bajo mi taburete, pero ya esas dos emisarias del Hades, hijas de una hiena, espoleaban sus infernales monturas, galopando de vuelta al Inframundo.
Cuando Sergi llegó, mi cuerpo seguía en la misma exánime postura y mis ojos vidriosos, yermos de vida, lo asustaron. Asió mis hombros, buscando mi mirada con preocupación:
- Germà! Estàs bé?
Mis ojos le observaron desde el abismo de la incomprensión. ¿Cómo iba a estar bien? ¡Una anciana de 87 años acababa de decirme a mí que ya no era joven! ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde había quedado mi mocedad? ¿Cuándo se había gestado aquel infame error del Universo? ¿Quién me ha robado el mes de abril?
No pude agrupar más que unas pocas palabras temblorosas:
- Tío… no tenemos tiempo pa tonterías.
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