Total, que poquito a poco se nos estaba terminando la costa de Francia y no había forma de encontrar un par de metros cuadrados donde pinchar nuestro hogar legalmente. Admiramos varias ciudades desde las ventanas del vidículo, optimizando el rendimiento del turismo (perdonad el estúpido juego de palabras) y resolvimos ir del tirón hasta Marsella, donde seguro podríamos disfrutar de juerga nocturna.




Obviamente tampoco había sitio en Marsella para nosotros, ilusos jóvenes inexpertos, y yo ya me estaba aburriendo del turismo optimizado éste. Os propongo un ejercicio de imaginación:
Después de 1500 y pico km y dos días de atascos infernales arribamos al mayor puerto comercial de Francia. Los que me conocen saben qué complejas circunstancias deben coincidir para que yo acceda a llevarme el Clio al centro de Badajoz, de modo que visualizadme con el Laguna en la segunda ciudad más grande de Francia... ¡y la más antigua! Me estaba volviendo loco.

- ¿Dónde vamos, Fernan?
- ¡Siendo marino y marsellés preguntáis a dónde vamos! - contesté enfilando hacia el puerto.
- Ein?
- Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío Castillo de If.
- Para ahí, Fernan, que te dé algo de agua...

Bregaba yo a brazo partido con Villefort, clamando mi amor por la bella Mercedes, mientras mi hermana estudiaba en el portátil dónde leches podíamos encontrar un camping cerca de la playa.
- Edmundo, ven pacá.
Bajé del árbol (mi imaginaria celda en If) y me asomé a la ventanilla del coche.
- Ésto es lo que llevamos y ahí es donde tenemos que ir ahora. La Ciotat.

En mala hora levamos el ancla de Marsella y pusimos rumbo hacia ese remoto lugar. Intentaré resumir en pocas palabras un mal trago que, paradójicamente, propició un afortunado cambio de países: Italia por Suiza. Pero eso es otra historia que contaré en el próximo capítulo... porque ahora tengo hambre, y los ojos como cebollas de contar huevos de golondrina en el excel.





Obviamente tampoco había sitio en Marsella para nosotros, ilusos jóvenes inexpertos, y yo ya me estaba aburriendo del turismo optimizado éste. Os propongo un ejercicio de imaginación:
Después de 1500 y pico km y dos días de atascos infernales arribamos al mayor puerto comercial de Francia. Los que me conocen saben qué complejas circunstancias deben coincidir para que yo acceda a llevarme el Clio al centro de Badajoz, de modo que visualizadme con el Laguna en la segunda ciudad más grande de Francia... ¡y la más antigua! Me estaba volviendo loco.

- ¿Dónde vamos, Fernan?
- ¡Siendo marino y marsellés preguntáis a dónde vamos! - contesté enfilando hacia el puerto.
- Ein?
- Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío Castillo de If.
- Para ahí, Fernan, que te dé algo de agua...

Bregaba yo a brazo partido con Villefort, clamando mi amor por la bella Mercedes, mientras mi hermana estudiaba en el portátil dónde leches podíamos encontrar un camping cerca de la playa.
- Edmundo, ven pacá.
Bajé del árbol (mi imaginaria celda en If) y me asomé a la ventanilla del coche.
- Ésto es lo que llevamos y ahí es donde tenemos que ir ahora. La Ciotat.

En mala hora levamos el ancla de Marsella y pusimos rumbo hacia ese remoto lugar. Intentaré resumir en pocas palabras un mal trago que, paradójicamente, propició un afortunado cambio de países: Italia por Suiza. Pero eso es otra historia que contaré en el próximo capítulo... porque ahora tengo hambre, y los ojos como cebollas de contar huevos de golondrina en el excel.

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